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28.07.2014 13:32

EL SANTO SILENCIO

EL SILENCIO: COMPAÑERO PARA EL PROGRESO ESPIRITUAL

El santo silencio es la quinta de las siete cualidades características en la Obra de los Santos Ángeles y se encuentra estrechamente relacionada con las otras seis. El silencio, ciertamente, no constituye un fin en sí mismo. No practicamos el silencio por el silencio mismo, sino con miras a alcanzar otro bien, razón por la cual se considera una virtud que ayuda, al igual que la humildad (2). Una humildad indiscreta no sería humildad, pues no sería sencilla ni estaría dispuesta a servir. No cabe duda que la humildad debe estar penetrada por el espíritu de silencio, el cual contribuye a la verdad y al amor (4). No hay que soltar cualquier verdad. La justicia y el amor han de estar siempre presentes en nuestras conversaciones. Con frecuencia el amor calla por compasión y consideración.

El santo silencio le proporciona sencillez y nobleza a la obediencia (3). Mediante el silencio aprendemos a ejecutar una tarea según la intención original de nuestros superiores, sin ningún reparo, sin poner el sello de nuestros afectos o desafectos.

La fidelidad (1) perdería rápidamente su fuerza, si no estuviese fundada en el silencio interior. En periodos de prueba, los diálogos internos con uno mismo libran una batalla desmoralizadora contra la fidelidad y minan nuestra perseverancia. Así como la fidelidad puede malograrse por algunas caídas, lo mismo puede acontecer con el silencio.

El silencio sólo puede prosperar si está unido a la templanza (6), pues no hay nada más difícil de dominar que la lengua. "Si alguno no cae hablando, es un hombre perfecto. […] La lengua es un miembro pequeño y puede gloriarse de grandes cosas" (St 3, 2.5). El autodominio es la característica formal de la moderación y de todas las virtudes relacionadas con ella.

Así pues, si queremos apropiarnos del santo silencio, haremos bien en apoyarnos en María, que guardó todo en su corazón, e imitarla (7). Mediante su silencio, María fue la confidente de los santos Ángeles. Cuán amado debería ser para nosotros el silencio, pues en un alma que no ame y viva el silencio, es imposible que pueda darse un trato asiduo con los santos Ángeles. "Cuídate de hablar mucho", expresó San Doroteo, "pues el mucho hablar aniquila totalmente los pensamientos santos, los más razonables, y los que provienen del cielo", pensamientos que los santos Ángeles nos quieren transmitir (Sermón 30, cf. Rodríguez, Ejercicio de la perfección cristiana II, 2). Un alma, o también una comunidad entera, que pierden el amor al silencio, pierden de vista la meta eterna.

 
El origen del ruido

En el paraíso no había, en sentido moral, ningún ruido, pues todas las cosas contribuían conjuntamente a la glorificación de Dios y a la edificación del ser humano. Por haber sido creado en gracia, las facultades del alma del hombre estaban ordenadas hacia el bien, hacia Dios, en una maravillosa sinfonía de amor. Ya por su naturaleza –y aún más en la gracia de la amistad sobrenatural- el hombre amaba a Dios intensamente y al máximo grado. Las virtudes infusas ejercían un suave dominio en la naturaleza humana, pues el hombre poseía también el d o n sobrenatural de la  i n t e g r i d a d,  por el cual todas las facultades inferiores del cuerpo y del alma obedecían plenamente a su entendimiento y a su voluntad. El ser humano era un verdadero paraíso en su propio ser. La paz y la armonía imperaban allí, y el diálogo amoroso estaba fundado en el santo silencio, pues en Adán y Eva no había nada desordenado ni en su propio ser, ni en su trato con Dios, consigo mismos y con la creación que los circundaba.

Pero el diablo, el que disemina la discordia, el padre de la mentira, sembró la falsedad en el espíritu de Eva, que dio así a luz al pecado de rebelión y arrastró a Adán en el mismo caos. Desorden, desarmonía (ruido), desunión son los descendientes del pecado original. Es cierto que nuestra naturaleza no fue destruida por el pecado original, pero sufrió daños. Aunque persisten la natural inclinación hacia Dios y el anhelo por Él, el amor propio intenta tenazmente cautivarnos y explayarse en el trono de nuestro corazón. Si bien todas las facultades de nuestra alma siguen orientadas hacia ‘cosas buenas’, reclaman a gritos y de manera desordenada sus propios gustos.

El ruido desgasta y fatiga el alma; en el silencio, recuperamos nuestras fuerzas. El silencio restablece el orden y trae paz, la cual es definida por San Agustín como "la tranquilidad del orden". Sin la disciplina del santo silencio es imposible que Cristo gobierne en nuestro corazón como Rey.

El silencio comienza con la fe y florece en el amor

"Numquam minus soli quam soli!" «¡Nunca estoy menos solo que cuando estoy solo¡, exclamó San Bernardo. Los enamorados están totalmente de acuerdo con él. Modernamente, dirían lo siguiente: "¡Dos son suficiente, tres son multitud!" Dos personas que se aman quieren estar a solas y estar exclusivamente una para la otra.

Cuando el ‘amado’ de una persona interior es el Divino Esposo, que vive en ella, tal alma se alegra de estar sola y en calma para poder dialogar en su corazón con el Amado. Este amor, sin embargo, es un misterio de fe, y por eso el silencio presupone la fe, que es el terreno fértil del amor.

La hermana Lucía de Fátima, proporciona, en sus Memorias, una excelente descripción de este rasgo característico del beato Francisco: "Francisco hablaba poco. Cuando rezaba o hacía sacrificios, prefería apartarse de los demás e incluso se escondía de mí y de Jacinta. Con frecuencia lo sorprendíamos detrás de un muro o de un par de zarzas, donde se había ocultado hábilmente, a fin de orar de rodillas o, como él decía, pensar en Nuestro Señor. Yo le preguntaba: ‘Francisco, ¿por qué no nos llamas a mí y a Jacinta para que podamos rezar juntos?’ ‘Yo prefiero rezar solo", respondía, "para poder pensar en Nuestro Señor y consolarlo…’

De camino a la escuela solía decirme tan pronto llegábamos a Fátima: ‘¡Oye! Tú vas a la escuela y yo me quedo en la iglesia con Jesús que está escondido. No tiene sentido que aprenda a leer, pues pronto iré al cielo [¡la Virgen María le había prometido nada menos que esto!]. Recógeme aquí cuando vengas de vuelta a casa.’ (…) Francisco se arrodillaba frente al sagrario… y allí lo encontraba, horas después, al regresar a casa" (tomado del capítulo: Francisco, el amante de la soledad y de la oración).

LOS ÁMBITOS DEL SILENCIO

Nuestra alma posee cuatro facultades, en las que se asientan y obran las virtudes: La prudencia, en el entendimiento; la justicia, en la voluntad; la fortaleza, en el apetito irascible; y la templanza, en el apetito concupiscible. Estas cuatro virtudes se llaman virtudes cardinales, pues constituyen el eje de la vida moral, y todas las demás virtudes se agrupan en torno a ellas (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nr. 1805).

En el plano sobrenatural, sin embargo, el amor constituye la forma interna de todas las virtudes, pues las eleva y las ordena hacia la meta final: Dios; como dice San Pablo: "Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia;… Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, nada me aprovecha" (1 Co 2a-3a.2b-3b).

Consideremos ahora las virtudes cardinales, a fin de destacar uno que otro aporte que nos hace el silencio. Aquí sólo podremos trazar un breve bosquejo de cada uno de los ámbitos en los cuales el silencio juega un papel importante.

1. Silencio y prudencia

La prudencia es la virtud mediante la cual hallamos y aplicamos los medios razonables en nuestra búsqueda de la meta correcta. "Ante el hombre inteligente está la sabiduría, los ojos del necio en los confines de la tierra" (Pr 17, 24). En su relación con la meta, la prudencia está conectada con la sabiduría, por la cual disfrutamos de Dios, el máximo bien, para así, de cierta manera, juzgar desde arriba el valor de todas las cosas. En relación con esto, el cardenal Journet escribe: "Cuando alguien se encuentra en estado de gracia, surge, entonces, un diálogo, una conversación de amigo a amigo. Vemos, pues, que la desintegración espiritual, que domina en el mundo de hoy, es una forma de locura. Necesitamos momentos de silencio: ‘Calla y reconoce que Yo soy tu Dios en tu corazón’. Cuando en momentos de pruebas, tristeza o sufrimiento te acuerdas con frecuencia que Dios está en ti para darte Su amor, no estás solo. Encontrarás al huésped en ti, y Él te responderá" (El significado de la gracia).

Los medios, sin embargo, no han de buscarse por sí mismos, sino en cuanto nos ayuden a alcanzar la meta. Entre todos los medios, el silencio ocupa un lugar de honor. En la Celda del conocimiento, texto anónimo inglés del siglo XIV, leemos esta exhortación del Señor: "Aunque vistieras un traje tosco y ayunaras a pan y agua, y aunque rezaras cada día mil Padres Nuestros, no me serías tan grato, como cuando haces silencio y me dejas hablar en tu alma".

El beato Tito Brandsma, sacerdote carmelita, escribe lo siguiente acerca del recogimiento: "Un aspecto que la regla destaca es el silencio y el recogimiento como condiciones necesarias para la vida de oración. El recogimiento activo, mediante el cual nos ponemos en la presencia de Dios y permanecemos en ella, fue siempre visto en la vida mística como preparación fundamental para la unión con Dios. Así como el profeta no pudo escuchar la voz de Dios en la tormenta, sino en un susurro, de igual manera el corazón del hombre espiritual, no puede ser estremecido por una tormenta, sino que debe escuchar a la voz de Dios en el silencio de su interior. Las Constituciones de la Orden siempre enfatizaron esto. La recuperación del recogimiento interior ha constituido siempre el primer paso para cualquier reforma"(Bosquejos históricos del Carmelo, Lectura 2: Los eremitas del Carmelo).

Un maestro de ejercicios espirituales solía preguntar a los participantes, si tenían dificultades a la hora de meditar. Su reacción –muchos asentían con la cabeza o levantaban la mano- lo confirmaba. Luego preguntaba si entre ellos también había quienes tenían dificultades con la distracción. La reacción indicó, igualmente, que el asunto era aparentemente epidémico. La gracia del recogimiento, tal como la tenía San Luis Gonzaga, no le ha sido concedida a todo el mundo. Cuando hacia el final del noviciado se le preguntó si tenía dificultades con la distracción, respondió: "¡Las distracciones de todo un año no alcanzan siquiera para un Ave María!"

Este padre entonces se dirigía al grupo y decía en broma: "Ustedes dicen que les cuesta trabajo meditar, pero que no les cuesta trabajo distraerse. ¿No se dan cuenta de que cada distracción es una ‘mini-meditación’?" "Porque donde esté tu tesoro, allí también estará tu corazón" (Mt 6, 21). Las distracciones son una carencia de silencio, la cual proviene de falta de pobreza y de desprendimiento. Las distracciones gravitan generalmente en torno a cosas que queremos poseer y disfrutar o sobre cuya posesión imaginamos en peligro.

2. Silencio y justicia

La falta más extendida contra la justicia, el hablar mal de alguien, podría ser evitada mediante un discreto silencio. Cuán ciertas son las palabras del poeta: ¡El único instrumento que se afila con el uso, es la lengua! "Manantial de vida la boca del justo; la boca de los impíos rezuma violencia. (…) Con la boca el impío pierde a su vecino" (Pr 10, 11; 11, 9). Hyoperrequio, uno de los padres del desierto, observó a este respecto: "Es mejor comer carne y beber vino, que comer la carne de los hermanos en conversaciones calumniosas" (Apotegmas, nr. 921).

San Francisco de Sales escribe: "El juicio inicuo causa intranquilidad, desprecio del prójimo, soberbia, autocomplacencia y muchas otras consecuencias dañinas. Una de las peores es la difamación despiadada, verdadera plaga de la sociedad. Ojalá tuviese -como le sucedió a Isaías con el serafín (Is 6, 6ss)- uno de esos carbones ardientes del sagrado altar para tocar con él los labios de los hombres, y así borrar su maldad y purificarlos del pecado. Quién pudiese extirpar del mundo la difamación, lo libraría de una gran parte de los pecados y de la maldad. El que injustamente roba a su prójimo la fama, además de pecar, queda obligado a la restitución, bien que de diversos modos, según la diversidad de las murmuraciones, porque nadie puede entrar en el cielo llevando los bienes de otro, y entre los bienes exteriores la fama es el más precioso. La difamación es una especie de homicidio. …Según San Bernardo, tanto el que difama como el que lo escucha tienen al demonio dentro de sí: ‘aquel en la lengua y el otro en el oído’" (Introducción a la vida devota, 3ª parte, cap. 29).

Por otra parte, la justicia puede a veces exigir que llamemos las cosas por su nombre. En este caso, callar sería un error e incluso un pecado: "Para censurar justamente los vicios ajenos, es necesario que así lo exija la utilidad de aquel de quien se habla. O de aquellos con quienes se habla. …[Por ejemplo] si se repiten palabras indecentes y se describen vicios y esto acontece en presencia mía y no censuro abiertamente ese modo de proceder, sino que lo disculpo, entonces pongo en peligro a las almas tiernas que lo escuchan, pues podrían dejarse llevar por ello. Así pues, el bien de estas almas exige que yo censure claramente estas cosas tan pronto las escuche, a menos que pueda reservar esta buena obra para otro tiempo más a propósito, en que se haga con menos daño de aquellos con quienes se habla" (ibid.).

3. Silencio y fortaleza

La fortaleza nos da fuerza ante la muerte. En la vida diaria su presencia se hace palpable a través de sus ‘vástagos’: paciencia, mansedumbre, constancia, etc. El ejercicio del silencio interior frente a las faltas de carácter (a lo mejor sólo aparentes) de nuestro prójimo constituye un reto para nuestra paciencia y constancia en el amor. El silencio exterior no es suficiente para la virtud; también debemos alcanzar el silencio del corazón. La paciencia y la mansedumbre no pueden subsistir separadas del santo silencio. "Recuerda" –dice Santa Catalina de Siena-, "que el amor de la divina caridad está tan íntimamente unido en el alma con la paciencia perfecta, que ninguna puede apartarse sin la otra"(Diálogos, Divina providencia). Hyoperrequio expresó categóricamente: "Quien no domina la lengua en un momento de ira, tampoco podrá superar las demás pasiones" (Apotegmas, nr. 921). El padre del desierto Poemio observó: "He aquí un hombre que parece callar, pero su corazón juzga a los demás. Ese, en realidad habla sin interrupción" (ibid., nr. 601). Por consiguiente aconsejaba: "La victoria sobre cualquier tormento que te sobrevenga es el silencio" (ibid., nr. 611). El santo silencio implica también la santa paz del corazón.

4. Silencio y templanza

Nuestra naturaleza tiende con frecuencia al placer, especialmente por la comida. Mayor que nuestro apetito al comer y al beber es nuestro placer por la conversación, pues el estómago –incluso del necio- se llena rápidamente, pero su boca nunca se cansara de las palabras. "En las muchas palabras no faltará pecado; quien reprime sus labios es sensato" (Pr10, 19; 15, 14).

Sisos, padre del desierto, confesó: "Mira, hace ya treinta años que no rezo a Dios por causa de un [cierto] pecado, pero por eso oro diciendo: ‘Señor Jesús, guárdame de mi lengua, y pese a ello sigo cayendo cada día por causa de ella y peco’" (Apotegmas, Nr. 808).

Si para los padres del desierto era bueno ejercitar un casi ininterrumpido silencio en sus eremitorios, ello no puede servir de modelo para quienes vivimos en una familia o en una comunidad. San Francisco de Sales aconseja tener moderación al hablar: "Los sabios de la antigüedad aconsejaban hablar poco. Esto no quiere decir que uno sólo ha de utilizar pocas palabras, sino que hay que evitar las inútiles. Cuando se habla no se cuentan las palabras, sino que se sopesa el contenido. Es necesario abstenerse de dos actitudes exageradas: 1. hacer el papel de rígido e introvertido, de tal manera que cuando se está en sociedad no se quiere tomar parte de la reunión, actitud que puede ser vista como desconfianza o desprecio; 2. charlar y parlotear sin parar, de tal manera que los demás no pueden tomar la palabra, y entonces uno es visto, con razón, como una persona superficial y frívola (ob. cit., 3ª parte, cap. 30).

La curiosidad

El ansia de novedad es insaciable. En el libro bíblico de Cohélet (Eclesiastés) se pensaba seguramente en la curiosidad, al afirmar: "Todos los ríos van al mar, y el mar nunca se llena. …no se sacia el ojo de ver, ni el oído se harta de oír" (Qo 1, 7.8b). Quien devora periódicos y revistas, radio y televisión, jamás hallará tranquilidad. A esta categoría pertenecen también los juegos de computador y el navegar por internet. Estudios recientes constatan, por ejemplo, que la juventud norteamericana, pasa ahora más tiempo frente al computador y la televisión. Antes de esta nueva situación, pasaban un promedio de cinco horas diarias frente al televisor.

El silencio falso por vergüenza

En el ámbito de la templanza también hay un tipo falso de silencio, el cual es empleado para ocultar la vergüenza. San Francisco de Sales aconseja lo siguiente: "El gran remedio para todas las tentaciones, tanto las ligeras como las graves, consiste en comunicar abiertamente todas las imaginaciones, sentimientos y sensaciones al director espiritual. Lo primero que el Maligno exige de aquellos a quienes quiere tentar es que deben callar. Los que seducen a mujeres y muchachas se comportan de igual manera, pues ante todo les prohíben contar a sus padres o al marido acerca de sus requerimientos. Por el contrario, cuando recibimos inspiraciones de Dios, Él nos exige, ante todo, que las comuniquemos a nuestros superiores o directores espirituales" (ob. cit., 4ª parte, cap. 7).

La música

Uno de los principales peligros de la sociedad moderna proviene de la música, presente por todas partes, y también generalmente pésima. Quien piensa que los pésimos textos de las canciones son el problema principal, está muy equivocado. Suponiendo que los textos de las canciones son con frecuencia malos, ello, sin embargo, sólo implicaría una mínima parte del problema, pues el volumen de la música impide comprender el texto. El mayor problema está en el tipo de música que la gente escucha, la cual es, de hecho, seductora. La razón es esta:

Es propio de toda clase de arte imitar a la naturaleza. Una verdadera obra de arte se reconoce en que representa con gran gusto y sensibilidad el original de la naturaleza. Cuando las obras artísticas son concebidas de manera armónica y proporcionada, las percibimos como hermosas y agradables. Esto es fácilmente observable en la pintura, la escultura y las tallas en madera.

Cuando la persona siente agrado por el arte feo, ello es una señal de degradación moral. Inconscientemente, el ser humano (por causa del pecado) se percibe como feo, y considera como ‘bien’ representada en el arte tal fractura. En este sentido, muchas de las manifestaciones del arte moderno constituyen verdaderas autorevelaciones (cf. Juan Pablo II,Carta a los artistas, 2), pues son, de hecho, una imagen del quebrantamiento que halla en su modelo: la desenfrenada sociedad actual. El artista, sin embargo, no es una mera ‘cámara’, él también tiene una misión en la sociedad: representar la belleza, que es la expresión externa del bien (cf. ibid., 3), y así edificar espiritualmente al espectador.

En el caso de la música el asunto es diferente, pues la música no imita una realidad externa, sino las pasiones (emociones) interiores del alma. La música alborota los sentimientos. Uno no necesita decirle a un niño: "Esta es música alegre, y esta música triste". En el caso de las canciones la música es el verdadero mensaje y no el texto. Los movimientos del ánimo de nuestra alma son como cuerdas sobre las cuales se toca el mensaje.

Las actuales expresiones musicales apuntan ampliamente a despertar la sensualidad, a transportar al alma a un estado de embriaguez, por el cual las pasiones adquieren cada vez más dominio sobre el entendimiento y la voluntad. Quien se haya dado cuenta de esto, nota inmediatamente lo absurdo que es hablar de rock cristiano: en el caso de una canción y texto piadosos, la música toca, en el trasfondo, de manera permanente y cada vez más intensa las fibras más sensibles del corazón.

El silencio es el único medio efectivo contra la música sensual y salvaje: Simplemente no escuchen esa clase de música. Incluso la buena música hay que escucharla con moderación. La mejor clase de música es el canto sacro, pues el contenido espiritual del texto va realmente acompañado por la música, de tal manera que no sólo creemos y adherimos a Dios con el entendimiento, sino que creemos aún más en Él y lo amamos más íntimamente con el corazón. La música sacra se sirve de los movimientos del ánimo, conduciéndolos, en la vida del alma, y bajo la noble guía del entendimiento y la voluntad, hacia un orden armónico. En esta integridad armónica la persona está en mejor situación para afrontar su camino de vida. Estará, entonces, abierto para la belleza y la alegría en la vida moral y espiritual, y orientará todo hacia la meta más elevada.

RESUMEN

Ya habíamos escuchado las palabras del beato Tito Brandsma: "La recuperación del recogimiento interior fue siempre el primer paso de toda reforma". El estado general de ruina, dispersión y disolución del cristianismo moderno se debe más bien a la pérdida del silencio y de la interioridad, más que a este o aquel pecado. La pérdida del silencio es el origen de la mundanidad, que alberga en su seno casi todos los pecados.

Los pasos que condujeron a este lamentable estado no fueron propiamente pecados graves, sino el general impacto de una falta de prudencia, mediante la cual el amor se enfrió y el ser humano no empleó los medios como tales, sino que convirtió su disfrute en el objetivo de su vida.

Quien quiera cultivar una profunda amistad con los santos Ángeles, debe necesariamente cultivar el silencio. Al comienzo es difícil, pues aparentemente uno pierde mucho; pero al final está la alegría, pues el silencio nos abre a los verdaderos dones que el amor divino nos concederá.

 

 

"Cuando un sossegado silencio todo lo envolvía, 
y la noche se encontraba en la mitad de su carrera, 
Tu Palabra omnipotente ... 
saltó da cielo, desde el trono real, 
en medio de una tierra condenada al exterminio. ... 
Tocaba el cielo mientras pisaba la tierra" 
(Sb 18, 14-16c).