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28.07.2014 13:27

LA OBEDIENCIA

Como virtud, la obediencia hace parte de la virtud cardinal de la justicia, mediante la cual tenemos una constante y firme voluntad de dar a cada quien lo suyo (cf. Summa teológica, II-II. 58.1, c). Por la obediencia de Cristo hemos sido ‘justificados’, pues Su gracia nos capacita para dar dignamente a Dios, aquello que Le debemos: fe, veneración y obediencia. "Cuando Dios revela hay que prestarle ‘la obediencia de la fe’ (Rom 16, 26; cf. Rom 1, 5; 2 Cor 10, 5-6), por la que el hombre se entrega libre y totalmente a Dios" (Constitución dogmática Dei Verbum, cap. I, 5).

Mediante la devoción, es decir, la entrega, que es el principal acto de la virtud de religión, damos solícitamente a Dios la reverencia y la veneración debidas a Su Nombre. Y mediante la santa obediencia nos sometemos a Su majestad y autoridad, es decir, a Sus leyes, provenientes directamente de Él o de aquellos que ejercen autoridad en Su nombre, bien sea en la Iglesia o en la sociedad.

Es significativo que nuestra sumisión obediente a la voluntad divina constituya la garantía de que nuestra veneración a Dios sea santa y pura. Debido a que Saúl no cumplió la orden dada por Dios, fue rechazado: "Mejor es obedecer que sacrificar, mejor la docilidad que la grasa de los carneros. Como pecado de hechicería es la rebeldía, y crimen de idolatría la contumacia" (1 S 15,22). Por esto, santo Tomás de Aquino contaba entre las peores faltas la piadosa obstinación, pues bajo la cobertura de la religión y de la obediencia, se hace precisamente lo contrario de ello.

En el sentido amplio del término la obediencia es una virtud o cualidad general de la vida moral, pues toda obra buena ‘obedece’ a una ley, y todo pecado ‘desobedece’, de alguna manera, a una ley. Según las palabras de Cristo, la obediencia está estrechamente vinculada al amor: "Si cumplís Mis mandamientos, permaneceréis en Mi amor" (Jn 15,10). Es imposible amar a Dios, si no veneramos Su autoridad ni nos sometemos a Sus mandamientos.

En esta carta circular meditaremos sobre la obediencia desde el lado práctico del servicio y desde el lado filial de la obediencia de Cristo. La obediencia no sólo culmina el trabajo, sino que también nos dispone para unirnos a Dios. Después del amor, la obediencia es el mayor atributo redentor de Cristo.

La Obediencia en la Historia de la Salvación

La obediencia es, ciertamente, funcional y práctica; pero una obediencia puramente funcional es imperfecta y no cumple con el ideal de Cristo, cuya obediencia reverencial estaba animada por Su amor. La obediencia va más allá de una mera meta exterior; como virtud apunta hacia el orden.

Al comienzo los Ángeles fueron sometidos a una prueba de obediencia. Los espíritus caídos se rebelaron por aversión al Plan salvífico de Dios, en el cual habían sido llamados a servir: "Oh, tú, que rompiendo desde siempre el yugo y, sacudiendo las coyundas, decías: ‘¡No serviré!’" (Jr 2,20).

También Adán y Eva fueron sometidos a una sencilla prueba de obediencia. Su docilidad frente a la autoridad divina les hubiera producido a ellos y a nosotros los mayores dones. ¡Cuán inescrutable fue su caída! A este respecto, comentó San Agustín: "… En el mandamiento les encargó y encomendó Dios la obediencia, virtud que en la creatura racional es en cierto modo madre y custodia de todas las virtudes, porque creó Dios a la criatura racional de manera que le es útil e importante el estar sujeta y muy pernicioso hacer su propia voluntad y no la del que la creó. Así que este precepto y mandamiento de no comer de un solo género de comida donde había tanta abundancia de otras cosas, mandamiento tan fácil y ligero de cumplir, tan breve y compendioso para tenerle en la memoria (…), con tanta mayor injusticia se violó y quebrantó, con cuanta mayor facilidad y observancia se pudo guardar" (La Ciudad de Dios, XIV, 12).

¡Cuán fácil es caer y cuán difícil levantarse! El hombre no podía recuperar la amistad con Dios, sin antes recobrar la justa reverencia ante la autoridad divina. Fue así como la redención del hombre requirió de una larga y ardua preparación a través de una serie de pactos y alianzas de Dios con Sus siervos elegidos. Los fundamentos para estos pactos eran siempre la fe y la obediencia. El primero que halló gracia ante Dios fue Noé, pudiéndose salvar del diluvio él mismo, su familia y la humanidad, pues obedeció a Dios al construir el arca de madera (símbolo de la Cruz de Cristo; cf. 1 P3,20; Gn 6,8.14ss).

Abraham: "¡Porque has escuchado Mi voz!"

De igual manera ordenó Dios a Abraham: "Anda en Mi presencia [en la obediencia] y sé perfecto. Yo establezco Mi alianza entre nosotros dos, y te multiplicaré sobremanera. (…) Serás padre de una muchedumbre de pueblos" (Gn 17,1-2.4). Y llegado el tiempo en que Abraham habría de ser probado una vez más, Dios exigió el sacrificio de su amado hijo Isaac. Cuando Abraham, con fe pura y santa obediencia, se disponía a sacrificar a su hijo, el Ángel del Señor le dijo: "No levantes tu mano contra el niño, ni le hagas nada, que ahora sé que tú eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu hijo, tu único" (Gn 22,12) Y por segunda vez le dijo: "por no haberme negado a tu hijo, tu único, yo te colmaré de bendiciones (…) en pago de haber obedecido tú a Mi voz" (Gn 17,1-2.4). Dios preservó al hijo de Abraham, pero no a Su propio Hijo, a quien entregó para nuestra Salvación, el obediente por los desobedientes (cf. Rm 4,25; 5,9).

Moisés: el Mediador de la Ley

A fin de educar aún más al hombre en la reverencia y prepararlo así para la promesa, envió Dios a Moisés como instructor de la ley. Sabiamente propuso Moisés a Israel la ley: "Yo pongo hoy ante vosotros bendición y maldición. Bendición si escucháis los mandamientos del Señor vuestro Dios que yo os prescribo hoy, maldición si desoís los mandamientos del Señor vuestro Dios" (Dt 11,26-28).

La Historia de la Salvación nos enseña que la reverencia a Dios del siervo prepara el camino para la devoción amorosa y filial: "El hijo honra a su padre, el siervo a su señor. Pues si Yo soy padre, ¿dónde está Mi honra? Y si soy Señor, ¿donde está Mi temor?" (Ml 1,6).

Obediencia social y Obediencia filial

Las Sagradas Escrituras presentan dos clases de obediencia. La primera: la obediencia social, necesaria para el bien y el funcionamiento de la sociedad y del individuo. Tal obediencia natural se desborda también en el orden de la gracia y la revelación. La segunda: la obediencia filial, que en Cristo asume un carácter de revelación. Esta obediencia nos invita a la verdadera libertad de los hijos de Dios. Un cierto énfasis distingue la obediencia social de la filial.

La Obediencia social

La obediencia social tiende a ser funcional. Se trata del trabajo que hay que realizar. Hay aquí una unidad de objetivo, que es jerárquica por naturaleza, como se da, por ejemplo, entre la voluntad y la mano. Todas las criaturas son como instrumentos en las manos de Dios y sirven a los planes de Su providencia "¡Como los ojos de los siervos en la mano de sus amos…, así están puestos nuestros ojos en el Señor nuestro Dios!" (Sal 122 2a-2c).

Diferentes clases de obediencia social

Además del respeto y la reverencia que debemos a nuestros padres (Ef 6,1), debemos obediencia a toda legítima autoridad, en aquellas cosas que caen bajo su jurisdicción legítima: los siervos han de obedecer a sus señores "con sencillez de corazón, como a Cristo" (Ef 6,5). Los casados deben ser sumisos el uno hacia el otro "en el temor de Cristo"(Ef 5,21) y las mujeres "a sus maridos, como al Señor (Jesucristo)" (Ef 5, 22).

La autoridad civil también tiene un derecho de mandar, debido a la autoridad que le ha sido concedida por Dios: "Sed sumisos, a causa del Señor, a toda institución humana: sea el rey, como soberano, sea a los gobernantes… Pues esta es la voluntad de Dios… honrad al rey" (1 P 2, 13.15.17). Por eso Jesús se sometió a la autoridad de Pilatos, a quien respondió: "No tendrías sobre Mí ningún poder, sino se te hubiera dado de arriba" (Jn 19,11).

Grados de Obediencia social

La obediencia social tiene muchos grados, entre los cuales el más bajo, el que se deja guiar por el puro miedo, no es ni siquiera una virtud. La obediencia rastrera es aquella clase de sometimiento a la ley, que es puramente externa y está motivada sólo por un provecho temporal: se presta ‘obediencia’ únicamente para evitar el castigo, la vergüenza o una pérdida terrenal. Si la autoridad civil no tuviese la posibilidad de castigar los delitos, y los pecados quedaran impunes, entonces aquellos hombres cuya única motivación es la obediencia rastrera, se burlarían de la autoridad y harían lo que quisieran.

Aunque no hay nada de saludable en esta clase de obediencia, es, sin embargo, útil para la sociedad y hasta para el individuo mismo. Por una parte, se garantizan la tranquilidad y el orden; por otra parte, cuando el pecador se abstiene de pecar por miedo al castigo, el pecado se anida con una menor profundidad en su alma, aumentando, así, sus ‘oportunidades’ de mejorar.

La obediencia imperfecta, comienzo de la virtud, también está fundada en el temor, pero un temor que está influido por las consecuencias sobrenaturales. Se obedece para no perder la recompensa celestial y evitar el castigo eterno. Tal como el arrepentimiento imperfecto y el temor servil, así también la obediencia imperfecta se queda muy corta respecto a la meta de la perfección, aunque contribuye a preparar el alma para ella. Podemos aplicar a este grado de obediencia imperfecta las palabras que San Francisco de Sales dijo acerca del arrepentimiento imperfecto: "Así como el deseo del paraíso es en extremo honorable, el temor de perderlo es, también, un excelente temor… La fe y la religión cristiana nos enseñan estos motivos, y por eso el arrepentimiento (obediencia) que resulta de esto es loable, pero imperfecto (Tratado del amor divino, II, caps. 18-19). Incluso si alcanzamos el perfecto arrepentimiento (obediencia), jamás deberíamos excluir los motivos que provienen del arrepentimiento (obediencia) imperfecto. El hecho de tener un perfecto amor a Dios no nos debería dispensar jamás de hacer, en esta vida, actos de esperanza (cf. Tratado del amor divino, II, cap. 17).

Desde una perspectiva funcional, la obediencia social es un asunto claro, semejante a un contrato de trabajo honesto o como el servicio militar. Las relaciones verticales son fijas, están claramente definidas. Se trata de producir alguna cosa, de llevar a cabo un cierto trabajo, por el cual se espera una retribución.

Respeto ante la Autoridad

No hay que dejar a un lado la esperanza de retribución ni el temor ante el castigo; sin embargo, el motivo formal para la obediencia sobrenatural es la reverencia y el respeto ante la majestad y autoridad de Dios y ante quienes hacen parte de esta autoridad.

La culpa formal de la desobediencia radica precisamente en la irreverencia y desprecio ante la autoridad, razón por la cual Santo Tomás cuenta la desobediencia entre los pecados mortales, pero agrega que la mayoría de desobediencias es realmente sólo una desobediencia material (Summa teológica II-II, 105). ¿Qué quiere decir él con desobediencia ‘formal’ y desobediencia ‘material’? Cuando el motivo por el cual alguien desobedece una ley está en otro aparente bien al cual apunta el transgresor, entonces se habla de "desobediencia material". Este clase de desobediencia no constituye un pecado mortal contra la obediencia, pero puede ser un pecado mortal contra otra virtud. Los adúlteros, por ejemplo, cometen un grave pecado contra el sexto mandamiento, pero no contra la obediencia.

La desobediencia cuyo objetivo es expresar rebeldía y desprecio por la autoridad, es denominada ‘desobediencia formal’ y constituye una falta grave. Cuando los espíritus caídos se rebelaron contra Dios, no creían poder hallar su felicidad por fuera de la voluntad de Dios; su única ‘felicidad’ consistía en expresarle todo su desprecio con su "¡Yo no serviré!".

Por el contrario, es frecuente encontrar personas que se someten y ‘obedecen’ externamente (materialmente), pero que internamente están llenas de crítica y desprecio contra sus superiores. Es evidente, que semejantes personas pecan formalmente contra la obediencia por causa de este desprecio. Es muy común ver que no hay arrepentimiento por este pecado y con mucha frecuencia tampoco es confesado en el sacramento de la Penitencia. Es difícil evitar esta falta sin una profunda humildad, que nos inclina a expresar respeto a la autoridad.

Tal respeto humilde, que da alas a la obediencia, debe animar a los miembros de la Obra de los Santos Ángeles.

La Obediencia filial

La obediencia filial, que primeramente tiene que ver con las personas y no con cosas, va más allá de sí misma hasta la unión en el amor. "La obediencia, practicada a imitación de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre (cf. Jn4,34), manifiesta la belleza liberadora de una dependencia filial y no servil, rica de sentido de responsabilidad y animada por la confianza recíproca, que es reflejo en la historia de la amorosa correspondencia propia de las tres Personas divinas" (Vita consecrata =VC, 21).

Recordemos el pasaje del joven rico. El sólo estaba interesado en hacer alguna ‘buena cosa’ con obediencia funcional, a fin de ganar la vida eterna. Jesús elevó el nivel de la discusión, de ‘buenas cosas’ al ‘único bien’: Dios. La vida eterna no es tanto una cosa que se llega a poseer, sino una relación personal, en la cual se entra a través de la obediencia y el amor reverenciales. Puesto que nadie puede llegar a esta relación con el Padre, si no es a través del Hijo, fue que Cristo invitó al joven rico a desprenderse de los bienes que lo estorbaban y seguirlo (obedecerle), a fin de llegar, por Él, al Padre. El joven rico se fue triste; sólo había comprendido la obediencia funcional (que produce algo bueno), pero no la obediencia filial, de la cual nacen, en mutuo amor, la unión y la felicidad.

Esto no sólo es aplicable al joven rico, sino también a muchas personas que ejercen algún tipo de autoridad. Con que facilidad ‘rinden en el trabajo’, son ‘propositivas’ y olvidan que su principal misión consiste en cultivar una relación paterna con sus subordinados. No cabe duda de que esta idea será criticada. Pero si el bien del trabajador tiene prelación sobre el producto de su trabajo (cf. Juan Pablo II, Encíclica Sobre el trabajo humano, 13), con cuanta mayor razón debe la autoridad -que finalmente proviene de Dios y es ejercida en nombre del Padre- comprometerse con el bien personal de los subordinados.

Punto central: la Familia cristiana

La realidad integral de la obediencia se halla en la familia, donde la autoridad paterna, ejercida en espíritu de amor, suscita y alimenta el respeto filial y confiado. A través de su productividad, la obediencia contribuye no sólo a alcanzar una profunda unidad familiar sino también el bien común.

Recordemos el pasaje del hijo pródigo. Seducido por los placeres del mundo, reclamó su herencia. Quería romper la relación de dependencia con su padre y se fue a un país lejano. Una vez derrochado el dinero, se acordó de la bondad de su padre y regresó, arrepentido y temeroso, al hogar, pidiendo ser aceptado como un obediente jornalero. Pero el padre le devolvió la plena condición y dignidad de hijo, restaurándose, así, el orden santo.

El hijo mayor, aunque siempre había cumplido externamente las órdenes de su padre, tampoco había comprendido la relación filial amorosa y respetuosa que el padre siempre había deseado: "¡Hijo mío, tú siempre estás conmigo, y todo lo que es mío también es tuyo!" (Lc 15,31).

El Hijo de Dios no sólo se hizo hombre para pagar nuestras culpas, sino para guiarnos llenos de reverencia hacia los brazos misericordiosos del Padre: "..el que Me ame, será amado de Mi Padre… guardará Mi palabra… y vendremos a él y haremos morada en él" (Jn 14,21.23).

En el Seno del Padre

"Nadie ha visto jamás al Padre". ¿Cómo podemos, entonces, conocer el misterio de Su amor? San Juan continúa: "El Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn 1,18). El mutuo amor y la reverencia entre las personas de la Santísima Trinidad es el modelo para la obra de la Redención a través de la Encarnación del Hijo, que dice: "¡Yo he venido a hacer Tu voluntad, oh Dios!". En Su humanidad se rebaja voluntariamente y entrega Su vida en obediencia, pues "ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado" (Jn 14,31).

El Padre ama a Cristo por Su amorosa obediencia hasta la muerte (Jn 10,17). Puesto que el amor del Padre hacia Cristo ya era infinito, este amor particular se relaciona con los méritos redentores de Cristo, mediante los cuales merecía también la glorificación eterna de Su cuerpo, y no sólo para Sí mismo, sino también para todos los miembros del Cuerpo Místico, que un día resucitarán en Cristo. Precisamente Él oró al Padre de manera particular para que estemos con Él en la gloria (Jn 17,24).

La magnitud del amor de Dios hacia nosotros es algo que apenas podemos comprender. Al crearnos Dios manifiesta Su bondad. Al enviarnos a Su Hijo unigénito para hacerse hombre y morir por nosotros, el Padre manifiesta un amor inconmensurablemente mayor. Pero aún no manifiesta la amorosa relación que quiere entablar con nosotros.

Esta relación la manifiesta Cristo con la institución de la Santísima Eucaristía, a fin de unirse a nosotros en la más íntima de las uniones. De esta manera, nos hace también partícipes del abrazo amoroso y eterno, en el que Él y el Padre son uno en el Espíritu Santo: "para que todos sean uno. Como Tú, Padre, en mí y Yo en Ti, que ellos también sean uno en nosotros" (Jn 17,21).

A través de la unión corporal de Cristo con nosotros en la sagrada Comunión podemos comprender la verdadera intención divina: hechos uno con Cristo, participamos de una manera aún más perfecta de Su relación filial con el Padre. Esta relación mutua, esta íntima unión tiene que ver con la obediencia filial de Cristo, y el camino más perfecto hacia ella es la Eucaristía, en la cual nos convertimos, con Él, en ofrenda al Padre.

La Grandeza de los Consejos evangélicos

Si hemos de amar la ley de Dios: "¡Oh, cuánto amo Tu ley! Todo el día es ella mi meditación" (Sal 119,97), cuánto más deberíamos amar los consejos de Su amor, cuyo fin es conducirnos a la perfección: "Si quieres ser perfecto…, ven y sígueme" (Mt 19,21).

"Un mandamiento testimonia una voluntad aún más completa y absoluta respecto a aquel que lo establece; un consejo, sin embargo, representa sólo una voluntad de deseo. Un mandamiento nos obliga, un consejo sólo nos invita. De ahí, pues, que un mandamiento convierta a su transgresor en alguien culpable; y quien no sigue un consejo simplemente se hace menos loable. Quienes violan los mandamientos merecen ser condenados; quienes descuidan los consejos, merecen menos gloria…Se sigue un consejo a fin de agradar, y un mandamiento para no desagradar" (S. Francisco de Sales, Tratado del amor divino, VIII, cap. 6).

Dios nos llama a todos para que seamos perfectos (Mt 5,48), pero no todos son llamados a la vida consagrada en los votos de la castidad, la pobreza y la obediencia. Sin embargo, todos están llamados a amar los consejos evangélicos y a seguir a Cristo según la medida de la gracia que les ha sido dada (cf. Ef 4,7). En realidad, "la vida consagrada está en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión, ya que «indica la naturaleza íntima de la vocación cristiana» y la aspiración de toda la Iglesia" (VC,3).

"Si nuestro amor a la voluntad de Dios es enorme", dice S. Francisco de Sales, "no nos contentemos solamente con hacer la voluntad de Dios tal como se nos manifiesta en los mandamientos, sino obedezcamos también los consejos, que nos han sido dados únicamente para observar con mayor perfección los mandamientos, y con los cuales están relacionados" (ibid., VIII, cap. 7), sobre todo con el mandamiento del amor.

"Los consejos evangélicos son, pues, ante todo un don de la Santísima Trinidad. La vida consagrada es anuncio de lo que el Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu, realiza con su amor, su bondad y su belleza" (VC,20).

En efecto, los consejos evangélicos (castidad, pobreza y obediencia), "son expresión del amor del Hijo al Padre en la unidad del Espíritu Santo. Al practicarlos, la persona consagrada vive con particular intensidad el carácter trinitario y cristológico que caracteriza toda la vida cristiana" (VC, 21).

"El Hijo, camino que conduce al Padre (cf. Jn 14,6), llama a todos los que el Padre le ha dado (cf. Jn 17,9) a un seguimiento que orienta su existencia. Pero a algunos –precisamente las personas consagradas– pide un compromiso total… En efecto, Su forma [la de Cristo] de vida casta, pobre y obediente, aparece como el modo más radical de vivir el Evangelio en esta tierra, un modo –se puede decir– divino, porque es abrazado por El, Hombre-Dios, como expresión de su relación de Hijo Unigénito con el Padre y con el Espíritu Santo" (VC,18).

“Si no os hacéis como niños”
 

jesusTomás se sentía alegre y decidió salir a dar un paseo con su pequeña hija Judit. A decir verdad, quería llevarla de compras. Se decía a sí mismo y con satisfacción: -"¡Que maravillosa hija es Judit! Un verdadero rayo de sol en la familia: ¡tan jovial, tan solícita, todo lo hace con alegría!"

Esta cualidad había incluso llamado la atención de Judit, pues había confesado a su padre: -"Papá, cuando yo decido lo que quiero hacer, me canso y me aburro. Pero cuando tú me dices lo que tengo que hacer, jamás me canso. Es mejor que jugar. Es como si yo fuera tú. ¿Es porque tú eres tan grande que yo no me canso nunca?"

Las compras, al final del paseo, fueron una sorpresa para Judit. Tomás la llevó a su tienda favorita y le dijo: -"Últimamente has sido tan buena hija. Quiero, pues, que escojas algo que te guste. ¿Qué querrías?"

Sin la menor hesitación, Judit respondió: "¡Papá, quiero el regalo que tú me des!"
-"¡No, hija mía, escoge lo que más te guste!
- ¡Pero papá, lo que más quiero es lo que tú quieras escoger para mí!
La profundidad y belleza de esta respuesta tocó lo más íntimo de su corazón. ¿Acaso cuando nació Judit no la habían consagrado al Inmaculado Corazón de María? En aquel entonces, Judit, en su infantil inocencia, reflejaba la belleza de María, y hoy refleja, en su amor perfecto, la sabiduría de María.

Se dirigieron, entonces, a un almacén de artículos religiosos. Y puesto que de él dependía escoger el regalo que más le habría de gustar, sus pensamientos tomaron otro rumbo. Por un instante se detuvo, indeciso, frente a dos imágenes. Finalmente compró las dos: para Judit, un cuadro de la Anunciación, en el que María responde a San Gabriel con su alegre "Ecce", convirtiéndose así en la Madre de Dios. Para él se compró una imagen de la escena del Huerto de los Olivos, donde Jesús exclama: "¡Abba!", anteponiendo así la voluntad del Padre a la suya.

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     "¡Ecce!" - "¡Abba!"

En estas dos imágenes está contenida toda la sabiduría del plan de Dios para nuestra eterna felicidad en el Corazón del Padre. Por el obediente regreso de Jesús al Padre a través de la Cruz, encontramos también nosotros el camino que nos conduce a los brazos del Padre.

¡Cuán grande es la belleza y el poder de la obediencia filial, que se alegra de vivir en esta relación filial, en esta dependencia del Padre! De entre las virtudes morales y los consejos evangélicos, es la que tiene la preeminencia confirmada por Cristo: "Yo os aseguro: … quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos" (Mt 18, 3-4).

En su propia relación filial con el Padre, Cristo es él mismo el eterno hijo, que descansa en el corazón del Padre. Él manifestó esto no sólo con Su amor, sino también con su amorosa obediencia.

¿Desea usted también esto?